[ Péndulo Rojo ]

Todos somos aficionados. La vida es tan corta que no da para más." (Charles Chaplin.)

[Canto a mí mismo]




wall Whitman



Me celebro y me canto a mí mismo.
Y lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti,
porque lo que yo tengo lo tienes tú
y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también.

Vago... e invito a vagar a mi alma.
Vago y me tumbo a mi antojo sobre la tierra
para ver cómo crece la hierba del estío.
Mi lengua y cada molécula de mi sangre nacieron aquí,
de esta tierra y de estos vientos.
Me engendraron padres que nacieron aquí,
de padres que engendraron otros padres que nacieron aquí,
de padres hijos de esta tierra y de estos vientos también.

Tengo treinta y siete años. Mi salud es perfecta.
Y con mi aliento puro
comienzo a cantar hoy
y no terminaré mi canto hasta que muera.
Que se callen ahora las escuelas y los credos.
Atrás. A su sitio.
Sé cuál es su misión y no la olvidaré;
que nadie la olvide.
Pero ahora yo ofrezco mi pecho lo mismo al bien que al mal,
dejo hablar a todos sin restricción,
y abro de para en par las puertas a la energía original de la naturaleza
desenfrenada.

La mantis religiosa





José Watanabe



Mi mirada cansada retrocedió desde el bosque azulado por el sol
hasta la mantis religiosa que permanecía inmóvil a 50 cm. de mis ojos.
Yo estaba tendido sobre las piedras calientes de la orilla del Chanchamayo
y ella seguía allí, inclinada, las manos contritas,
confiando excesivamente en su imitación de ramita o palito seco.

Quise atraparla, demostrarle que un ojo siempre nos descubre,
pero se desintegró entre mis dedos como una fina y quebradiza cáscara.

Una enciclopedia casual me explica ahora que yo había destruido
a un macho
vacío.
La enciclopedia refiere sin asombro que la historia fue así:
el macho, en su pequeña piedra, cantando y meneándose, llamando
hembra
y la hembra ya estaba aparecida a su lado,
acaso demasiado presta
Y dispuesta.

Duradero es el coito de las mantis.
En el beso
ella desliza una larga lengua tubular hasta el estómago de él
y por la lengua le gotea una saliva cáustica, un ácido,
que va licuándole los órganos
y el tejido del más distante vericueto interno, mientras le hace gozo,
y mientras le hace gozo la lengua lo absorbe, repasando
la extrema gota de sustancia del pie o del seso, y el macho
se continúa así de la suprema esquizofrenia de la cópula
a la muerte.
Y ya viéndolo cáscara, ella vuela, su lengua otra vez lengüita.

Las enciclopedias no conjeturan. Ésta tampoco supone qué última palabra
queda fijada para siempre en la boca abierta y muerta del macho.
Nosotros no debemos negar la posibilidad de una palabra
de agradecimiento.

La primera muerte de María


Jorge Eduardo Eielson

A pesar de sus cabellos opacos, de su misteriosa delgadez,
de su tristeza áurea y definitiva como la mía,
yo adoraba a mi esposa,
alta y silenciosa como una columna de humo.

Cuando la conocí, María vivía en un barrio pobre, cubierto de deslumbrantes y altísimos planetas, atravesado de silbidos, de extrañas pestilencias y de perros hambrientos.
Humedecido por las lágrimas de María, todo el barrio se hundía irremediablemente en un rocío incontenible.

María besaba los muros de las callejuelas y toda la ciudad
temblaba de un violento amor a Dios.
María era fea; su saliva, sagrada.

Las gentes, sin confesarlo, esperaban ansiosas el día en que María, provista de dos alas blancas o montada en un animal divino, abandonara la tierra sonriendo por primera vez a los transeúntes

Pero los zapatos rotos de María, como dos clavos milenarios, continuaban fijos a la tierra.
Durante la espera, la muchedumbre impaciente escupía la casa, la pobreza y la melancolía de María.

Una noche María fue embestida por un ciego, como por un árbol lleno de flores. María tomó una flor y de su perfume vivió varios años.

Con tal perfume, una botella de leche y un perro macilento -Isaías- María alimentaba su corazón y su cuerpo y vivía apartada en una cabaña de madera.

Hasta que aparecí yo como un caballo sediento y me apoderé de sus senos. La virgen espantada derramó su leche y un río de perlas sucedió a su tristeza.

Perseguida por mil velos pálidos, como un nupcial cometa, su rostro inocente aparecía y desaparecía entre un bosquecillo de naranjos en flor.

Sin que ella lo supiera, durante un minuto fulgurante, la virgen acababa de estrenar su incorruptible, mortal belleza; María se convirtió en mi esposa.

Pero su felicidad duró tan poco como su belleza.
Todas las noches yo rompía una botella de leche en mi habitación mientras María lloraba su inocencia perdida.
Poco a poco conseguí alejar de su memoria el inefable perfume del ciego y asesiné a Isaías de un golpe en el estómago.

Unos días más tarde María caía a tierra envuelta en una llamarada:

Esposo mío -me dijo- un hijo de tu cuerpo devora mi cuerpo. Te ruego, señor mío: devuélveme mi perfume, mi botella de leche, mi perro miserable.

¡Pobre esposa mía, su cuerpo sediento se debatía entre las llamas, asfixiado por el peso viviente de mi amor!
El instante de belleza perduraba en ella convertido en sangre, en tejidos, en una carne viva y dolorosa como la mía y como la suya.

Yo le acerqué su botella de leche y le hice beber unos cuantos sorbos redentores. Abrí las ventanas y le devolví su perfume adorado. Casi simultáneamente Isaías saltó a sus brazos, hambriento como siempre, moviéndole la cola, oliendo como la infancia, como la soledad, como la virgen que sólo él había venerado.

Luego una criatura de mirada purísima abrió sus ojos ante mí, mientras María cerraba los suyos, cegados por un planeta de oro: la felicidad.

Yo abracé a mi hijo llorando y caí de rodillas ante el cuerpo santo de mi esposa: devorado por un fuego imposible, apenas quedaba de él un hato de cabellos negros, una mirada, una mano fría sobre la cabeza caliente de mi hijo.

¡María, María -grité- nada de esto es verdad, regresa a tu barrio pobre, a tu melancolía, vuelve a tu cabaña, amor mío, a tus callejuelas oscuras, a tu incomprensible llanto de todos los días!

Pero María no respondía.
Isaías temblaba solitario en una esquina, como en el extremo de un cono de luz divina.
Toda la ciudad, en el otro extremo, me reclamaba a mi hijo, repentinamente henchida de amor a María.

Yo confié mi hijo al abrigo y la protección de algunos bueyes, cuyo aliento cálido me recordaba el cuerpo tibio y la impenetrable pureza de María.